21 mayo 2008

La fábula de la isla, II: Crimen y castigo

Como parece que no se ha captado de qué iba el tema ;) , doy más pistas:


Los isleños a veces cometen crímenes. En ocasiones se roban los unos a los otros, o se hieren, o incluso intentan matarse.

En cualquier otro lugar, quien cometiera un crimen sería llevado ante las autoridades, juzgado y condenado. Pero no en la isla.

Para empezar, ya hemos explicado que en la isla no hay autoridades. Cada isleño se considera la autoridad suprema, y no acepta que nadie le diga lo que puede o no hacer.

Precisamente por eso, no hay jueces que puedan juzgar a cualquier isleño, declarar culpables a los criminales, e imponerles una condena.

De hecho, aunque hubiera jueces con autoridad sobre todos los isleños, tendrían problemas para trabajar. Porque... ¡en la isla ni siquiera hay una lista de delitos!

Los isleños no se han puesto de acuerdo ni en algo tan elemental como las cosas que están bien y las que están mal. Así, es imposible juzgar a nadie.

Los isleños, después de probar varios sistemas, arreglan sus diferencias de un modo peculiar.

Cuando alguien hace algo que la mayoría considera que está mal, hay un Consejo de Ancianos que decide lo que se debe hacer.

El Consejo está compuesto por quince isleños, que adoptan sus decisiones por mayoría de nueve votos.

Lo peculiar es la composición de este Consejo. Diez de sus miembros son rotatorios, de manera que todos los habitantes de la isla puedan formar parte del Consejo en un momento dado.

Pero cinco de los miembros son permanentes. No rotan, siempre están ahí.

Y eso no es todo: Si uno de los cinco miembros permanentes no acepta una decisión del Consejo, la decisión no tiene valor. No se lleva a cabo.

Esto da lugar a muchas injusticias, como es natural.

Para empezar, los miembros permanentes del Consejo también tienen diferencias entre sí. Esto ha provocado que en muchas ocasiones el Consejo no haya podido hacer nada, especialmente si se trataba de un tema importante: Con que solo uno de los miembros permanentes del Consejo amenazara con su veto, la decisión quedaba en agua de borrajas.

Lo que significa que, en el fondo, cuando un isleño poderoso quiere hacer algo, simplemente lo hace. No consulta al Consejo, porque sabe que será difícil conseguir nueve votos y que ninguno de los miembros permanentes se oponga.

Así que en la isla impera la ley del más fuerte.

Los isleños más débiles consideran, con razón, que esto es injusto. Porque ellos no pueden vetar nunca decisiones, pero los poderosos sí pueden hacerlo.

Esto ha hecho que los isleños más débiles también tengan poca fe en la eficacia del Consejo.

Algunas voces han sugerido cambiar la estructura del Consejo. Los más idealistas hablan de eliminar el derecho de veto de los poderosos y hacer su cargo rotatorio como el de los demás. Los más realistas se conforman con ampliar el número de miembros permanentes del Consejo de Ancianos.

Pero ninguna de esas decisiones tiene probabilidades de salir adelante, hoy por hoy. Porque los propios miembros permanentes del Consejo tendrían que aceptar su reducción de poder. Y, evidentemente, todos se resisten a hacerlo.

Lo que, tristemente, hace creer a muchos isleños débiles que solo pueden conseguir defender sus intereses si dejan de ser débiles. Y eso les ha hecho pensar que la mejor manera de pasar a ser poderosos es tener armas poderosas.

Y eso preocupa a los isleños, porque nadie quiere una guerra global en la isla.

Pero tampoco hay nadie que haga algo definitivo para frenar esta situación.

Ya hemos dicho que los isleños son muy egoístas.

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